miércoles, 29 de junio de 2011

VBI PETRVS, IBI ECCLESIA, IBI DEVS




Beate Pastor Petre, clemens accipe

Voces precantum, criminumque vincula
Verbo resolve, cui potestas tradita,
Aperire terris cœlum, apertum claudere.



O felix Roma – o Roma nobilis:
Sedes es Petri, qui Romae effudit sanguinem,
Petri cui claves datae
sunt regni caelorum.

Pontifex, Tu successor es Petri;
Pontifex, Tu magister es tuos confirmans fratres;
Pontifex, Tu qui Servus servorum Dei,
hominumque piscator, pastor es gregis,
ligans caelum et terram.

Pontifex, Tu Christi es Vicarius super terram,
rupes inter fluctus, Tu es pharus in tenebris;
Tu pacis es vindex, Tu es unitatis custos,
vigil libertatis defensor; in Te potestas.

Tu Pontifex, firma es petram, et super petram
hanc aedificata est Ecclesia Dei.




Homenaje al Santo Padre Benedicto XVI en el LX aniversario de su ordenación sacerdotal



El papa reinante: venerable Pío XII (1939-1958)


S. Emcia. Rvma. Michael cardenal von Faulhaber, arzobispo de Munich y Frisinga (1869-1952), fue quien ordenó a los hermanos Georg y Joseph Ratzinger (fue la visión de la púrpura de este ilustre príncipe de la Iglesia, durante una visita pastoral, la ocasión en la que por primera vez el actual papa pensó en la vocación sacerdotal)


Escudo de armas del cardenal von Faulhaber


La misa de ordenación en la catedral de Frisinga, el 29 de junio de 1951, hace exactamente sesenta años

Joseph Ratzinger neo-presbítero en el altar mayor de la iglesia de St. Oswald en Traunstein, donde dijo su primera misa el 8 de julio de 1951


Aspecto actual de la iglesia de St. Oswald en Traunstein


Los hermanos Ratzinger clérigos


Los hermanos Ratzinger sacerdotes


Recordatorio de la ordenación y primera misa

Los nuevos sacerdotes en familia

El Rvdo. Joseph Ratzinger, flamante sacerdote


Paseo de los ordenados por las calles

Primera misa de Georg Ratzinger: Joseph es subdiácono

Joseph Ratzinger, subdiácono en la primera misa de su hermano


Los hermanos Ratzinger revestidos son saludados por sus vecinos

Misa de campaña del joven Joseph Ratzinger en 1952

Bendición de la misa


El Rvdo. Joseph Ratzinger en 1955


El teólogo Joseph Ratzinger, peritus del cardenal Frings en el Concilio Vaticano II

El peritus conciliar Joseph Ratzinger en 1965


Despacho del profesor Joseph Ratzinger


Ratzinger en 1968


Ordenación episcopal de Joseph Ratzinger el 28 de mayo de 1977

El obispo Ratzinger recibe la imposición de manos


Mons. Joseph Ratzinger, arzobispo de Munich y Frisinga

Mons. Joseph Ratzinger a la salida de su catedral


Pablo VI impone el birrete al arzobispo Joseph Ratzinger, creado cardenal en el consistorio del 27 de junio de 1977


S. Emcia. Rvma. Joseph cardenal Ratzinger


El cardenal Ratzinger en audiencia con Pablo VI


Foto del cardenal Ratzinger en el año de los tres Papas

El cardenal Ratzinger en la inauguración del pontificado de Juan Pablo I


El cardenal Ratzinger en la inauguración del pontificado de Juan Pablo II


El cardenal prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe

Celebrando los 70 años de su hermano Georg Ratzinger


Misa del cardenal Ratzinger en Navarra

Pontifical tradicional en Wigratzbad


Pontifical tradicional en Wigratzbad


Pontifical tradicional en Wigratzbad


El cardenal Ratzinger administra la comunión

Inauguración del pontificado de Benedicto XVI, el 24 de abril de 2005


Benedicto XVI ejerce su oficio de sacrificador vuelto ad Orientem

Catequesis del Papa sobre la comunión con el ejemplo


Benedicto XVI, adorador eucarístico


BEATISSIME PATER: AD MVLTOS ANNOS!


domingo, 19 de junio de 2011

En el cincuentenario de Garabandal (y III)





El carácter de las manifestaciones de Garabandal ha sido objeto de sucesivas notas informativas de los obispos de la diócesis de Santander (que, recordemos, es bajo cuya jurisdicción se halla el pueblo. Tan pronto como el 26 de agosto de 1961, es decir, a dos meses escasos de la primera de las apariciones, el Dr. Doroteo Fernández (1913-1989), administrador apostólico de la sede santanderina entre mayo de 1961 y enero de 1962, emitió una primera nota, en la que afirmaba que “es prematuro cualquier juicio definitivo que quiera pronunciarse sobre la cuestión”, postura prudente y ecuánime, dentro de la práctica habitual de la Iglesia. La segunda nota del mismo prelado, de noviembre de 1961, aun insistiendo en que la Iglesia no cree aún prudente pronunciarse definitivamente, aseguraba: “No consta que las mencionadas apariciones o revelaciones puedan hasta ahora presentarse ni ser tenidas con fundamento serio por verdaderas y auténticas”. Obviamente tampoco constaba lo contrario, es decir que no lo fueran. Recordemos que una cosa es la ortodoxia del contenido –sobre la cual no había dictamen contrario– y otra muy distinta el origen de los fenómenos.

La tercera nota, emanada por Mons. Eugenio Beitia Aldazábal (1902-1985), obispo de Santander entre enero de 1962 y enero de 1965, data del 7 de octubre de 1962 y reza: “tales fenómenos carecen de todo signo de sobrenaturalidad y tienen una explicación de carácter natural”. Este juicio era, sin duda, prematuro, pues la comisión episcopal nombrada al efecto de indagar lo que estaba ocurriendo en Garabandal no realizó ningún examen serio de carácter científico. Será por esto que la cuarta nota fue más prudente. Ésta, la segunda de Mons. Beitia (en calidad de administrador apostólico, pues había renunciado al obispado), lleva por fecha 8 de julio de 1965; en ella se exhorta a no fomentar las manifestaciones (tal vez debido a los excesos de celo de algunos de sus seguidores), declarando no obstante que, “no hemos encontrado materia de censura eclesiástica condenatoria, ni en la doctrina ni en las recomendaciones espirituales que se han divulgado en esta ocasión, como dirigidas a los fieles cristianos, ya que contienen una exhortación a la oración y al sacrificio, a la devoción eucarística, al culto de Nuestra Señora en formas tradicionalmente laudables y al santo temor de Dios, ofendido por nuestros pecados. Repiten simplemente la doctrina corriente de la Iglesia en esta materia”. Aquí el prelado se ciñó acertadamente a lo que era de su competencia propia, sin meterse en honduras científicas que no le correspondían en cuanto obispo.

Mons. Vicente Puchol Montis (1915-1967), sucesor de Mons. Beitia desde julio de 1965, se mostró, en cambio, extremadamente categórico –y en un sentido muy negativo– en la quinta nota: ni hubo apariciones ni mensajes y todos los fenómenos acaecidos tenían explicación natural. Es claro que un prelado que dijo públicamente: “Esto lo acabo yo cueste lo que cueste” no puede ser tenido por juez imparcial, máxime sabiendo que su veredicto no se hallaba respaldado por ningún estudio profesional por parte de los peritos científicos que exigía asunto tan delicado. De todos modos, ni una palabra sobre lo que era la real competencia del obispo en cuanto obispo, esto es: el dogma, la moral, la liturgia o el derecho canónico.

Una sexta nota fue publicada el 9 de octubre de 1968, ya no por el obispo, Mons. José María Cirarda Lachiondo (1917-2008), que lo fue de Santander entre julio de 1968 y diciembre de 1971, sino por su secretaría, en la cual se lamenta que, a pesar de que “no consta del carácter sobrenatural” de las presuntas apariciones según los sucesivos dictámenes de los anteriores ordinarios (cosa que hay que matizar), ellas se difundan en distintos medios. Hay que decir que en el año 1967, consultada la Sagrada Congregación para la doctrina de la Fe, su prefecto el cardenal Alfredo Ottaviani había respondido que la Santa Sede no se había avocado la jurisdicción en la materia y, por lo tanto, la utoridad competente seguía siendo el obispo de Santander, a cuyo juicio se remitía (modo impecablemente canónico de sacudirse el problema). Ante la insistencia de Mons. Cirarda, en 1969 el cardenal Franjo Seper –que había sucedido a Ottaviani como prefecto del ex Santo Oficio– le dio idéntica respuesta. El mismo purpurado respondió en igual sentido al arzobispo de Nueva Orleáns (en los Estados Unidos), Mons. Philip M. Hannan (en cuya circunscripción, al parecer, el movimiento garabandalista era muy activo): la Congregación nada tiene que decir; le corresponde hacerlo al obispo de Santander.


En los años Setenta, la actitud episcopal pareció cambiar con Mons. Juan Antonio del Val Gallo (1916-2002), obispo entre diciembre de 1971 y agosto de 1991. Tras una visita pastoral en 1977, levantó las prohibiciones de sus predecesores acerca de la difusión de las apariciones y de decir misa los sacerdotes en el lugar en el que presuntamente tuvieron lugar. También permitió que se rodase una película sobre las mismas e instituyó la primera comisión episcopal interdisciplinar que se ocupó seriamente del caso, sin prevenciones ni apriorismos como los manifestados por Mons. Puchol. En 1991, dicha comisión dictaminó que “no consta de su carácter sobrenatural”, juicio recogido en su nota oficial del 11 de octubre de 1996 por el sucesor de Mons. del Val, Mons. José Vilaplana Blasco (1944), ordinario de Santander desde agosto de 1991 hasta su traslado a la diócesis de Huelva en julio de 2006. Antes de la referida nota, Mons. Vilaplana, aprovechando una visita ad limina, había presentado el dictamen de la comisión episcopal interdisciplinar, pidiendo orientación, a la Congregación para la Doctrina de la Fe, la cual respondió el 28 de noviembre de 1992, lo mismo que en 1967 y 1969. Más tarde, en 2001, respondiendo a una consulta hecha por un particular desde Fátima, el obispo declara que da “por terminada la cuestión”, ciñéndose a las declaraciones “claras y unánimes” de sus predecesores y a “las orientaciones de la Santa Sede” y no ha “creído oportuno hacer una nueva declaración pública por evitar dar notoriedad a unos hechos demasiado lejanos en el tiempo”. Habría que observar, sin embargo, que los pareceres de los sucesivos ordinarios santanderinos no fueron ni claros ni unánimes (como queda demostrado a través de las distintas notas), que la Santa Sede evitó cuidadosamente dar orientación ninguna en la materia en las tres ocasiones en las que fue consultada y que los hechos no eran tan lejanos en el tiempo dado que las cuatro videntes, ya mujeres de edad mediana, vivían todavía entonces (Mariloli Lafleur, nacida González, murió el 20 de abril de 2009).

Este repaso de la actitud de la Iglesia docente en relación con los fenómenos de Garabandal puede ser útil y esclarecedor, pues, si bien, de momento, no juzgan los obispos que haya nada sobrenatural en las presuntas apariciones (materia siempre revisable a la luz de nuevos datos o de un mejor estudio científico de los ya existentes), nada han dicho en contra del contenido de las mismas (“no hemos encontrado materia de censura eclesiástica condenatoria, ni en la doctrina ni en las recomendaciones espirituales que se han divulgado”) y ése era y es precisamente su cometido como Iglesia docente. Puesto que los mensajes son, al menos, útiles desde el punto de vista de la piedad –pues repiten “la doctrina corriente de la Iglesia”– no sería lógico ni prudente desecharlos sin más. De todos modos, es lícito abrigar serias dudas sobre las pericias de carácter científico de los fenómenos, al menos en el principio. A las cuatro niñas las sometieron a una presión psicológica tal que acabaron en algún momento negando la realidad de las apariciones, pero volviendo sobre esta declaración en cuanto recobraron la serenidad y se sintieron libres para hablar. Es más, a Conchita, un psiquíatra recomendó que la llevaran a la playa (no había visto nunca el mar), donde estaba seguro que la chica perdería lo que él tenía por “inhibiciones” causantes del trastorno que la llevaba a imaginarse o inventarse las apariciones. En cualquier caso, no se ha dado hasta hoy una explicación natural satisfactoria a fenómenos que tuvieron lugar entre 1961 y 1965 y que fueron presenciados por millares de gentes venidas de diferentes partes del globo a Garabandal, fotografiados y filmados.

De resultar auténticas estas apariciones estaríamos ante una de las más extraordinarias manifestaciones de la Madre de Dios, que en ellas se muestra con llaneza verdaderamente arrebatadora. El sacerdote jesuita Florentino Alcañiz (1893-1981), muy conocido en España y América por haber sido un gran misionero de la devoción del Sagrado Corazón de Jesús, escribió las siguientes líneas que ponemos como colofón de nuestro breve repaso de lo que él llamó “el gran misterio de Garabandal”:

“Yo de mí puedo confesar que de lo poquito de esto que he visto impreso en publicaciones garabandalistas, he sacado más amor a la Virgen que de todos los escritos del magisterio eclesiástico y de los doctores y ascetas que hasta el presente he leído. Pero lo que más profundamente me ha tocado el corazón es la sencillez encantadora de la Virgen María: no solamente es una madre tierna; es una amiga, una compañera infinitamente familiar, llanísima y amabilísima. Ya sé que a los sabiondos engreídos y sobrados una reina del cielo así no les va a gustar (como parece no haberle gustado a alguno de los curiales santanderinos), pero a los humildes y sencillos les va a encantar. Como éstos son los que interesan a la Virgen, se ha presentado Ella en esa forma”.





sábado, 18 de junio de 2011

En el cincuentenario de Garabandal (II)



Conviene repasar la historia de las manifestaciones de San Sebastián de Garabandal, pueblo situado en una pequeña meseta en medio de las estribaciones de la cordillera Cantábrica, a 600 metros de altura y a 90 kilómetros de Santander (a cuya provincia pertenece y de cuya circunscripción episcopal depende eclesiásticamente), con una población de alrededor de 300 habitantes hacia 1960. En este lugar vivían cuatro niñas, unidas por vínculo de amistad: Conchita González González (nacida el 7 de febrero de 1949), Jacinta González González (nacida el 27 de abril de 1949), Mari Loli Mazón González (nacida el 1º de mayo de 1949) y Maricruz González Barrido (nacida el 21 de junio de 1950). A pesar del apellido González, común a las cuatro, no tenían parentesco próximo entre sí. Así pues, tres de ellas tenían 12 años y la cuarta 11 en el momento en que se convirtieron en protagonistas de uno de los fenómenos más interesantes en la historia de las revelaciones privadas.

Era el domingo 18 de junio de 1961. Después de las funciones religiosas en la iglesia parroquial (uno de los pocos entretenimientos de los pacíficos habitantes de este lugar tan apartado del tráfago urbano), todos hacían tiempo hasta el momento de la cena. Conchita y Maricruz jugaban en la encrucijada más o menos desahogada en la que desembocaban las callejuelas del pueblo y que llamaban “la Plaza” cuando se les ocurrió animar la tarde yendo a coger manzanas al huerto de un vecino, en las afueras del pueblo, al borde de “la Calleja”, un camino que conduce a “los Pinos”, pequeño emplazamiento en el que crecían ocho de estos árboles, plantados por el abuelo de Conchita. En el momento de perpetrar la infantil travesura, pasaban por el paraje Mari Loli y Jacinta, acompañadas de otras dos niñas. Estas dos últimas siguieron su camino mientras las otras se unían a sus amigas, escondiéndose todas al oír la voz del dueño del manzano (que era el maestro del pueblo).

En eso, sintieron un fragor como de trueno. Miraron hacia el cielo pensando en una tormenta de verano, pero no vieron nubes. Conchita cayó en la cuenta de que habían obrado mal tomando fruta en huerto ajeno y dijo a las otras que quizás habían entristecido al ángel de la guarda con su acción, inspirada seguramente por el diablo. En su ingenuidad, empezaron a tirar guijarros a su izquierda, del lado en que pensaban que se hallaba el tentador según lo que por entonces se explicaba a los niños al instruírseles en el catecismo. Fue en medio de esta acción cuando Conchita vio un ángel, cayendo en arrobamiento y no dejando de exclamar “¡Ah, ah!”. Las demás niñas pensaron que su amiga era presa de un ataque e iban a avisar a su madre cuando también ellas cayeron en éxtasis y exclamaron al unísono: "¡Ay, el Ángel!”.

Más tarde, describirían cómo vieron al Ángel a la maestra doña Serafina Gómez. A las preguntas de ésta respondieron: “El Ángel vino con una túnica azul, larga, suelta y sin costuras. Las alas rosas, muy grandes. Su rostro pequeño, ni alargado ni redondo. Los ojos negros. Las manos muy finas. Las uñas cortadas. Los pies invisibles. Parecía tener unos nueve años, pero a pesar de ser tan joven, daba la impresión de poseer una fuerza invencible”. Se les presentó entre grandes resplandores, que, sin embargo, no las cegaban. La visión fue breve; sin decir palabra, en medio de un corto silencio de las niñas el ser celestial desapareció. Vueltas en sí, las cuatro se fueron corriendo con una mezcla de susto y emoción en dirección de la iglesia. En el camino encontraron a una niña que les preguntó por qué iban tan pálidas y azoradas. Le respondieron: “¡Es que hemos visto al Ángel!” y siguieron su camino mientras ella iba a contar a sus amigas lo que le acababan de decir, corriéndose así la voz, ya desde los primeros momentos, de que algo fuera de lo común había sucedido en el hasta entonces apacible villorrio.

Al llegar a la iglesia, en vez de entrar de inmediato se fueron por detrás para desahogar la excitación que llevaban dentro. Otras niñas las vieron y les preguntaron el motivo de su llanto. Volvieron a dar la misma respuesta: “¡Es que hemos visto al Ángel!”. Y mientras las chicas partían a la carrera para contárselo a la maestra, las cuatro amigas, un poco más calmadas, entraron en la iglesia. Allí les dio alcance doña Serafina, que las interrogó sobre lo que decían haber visto. La buena maestra, que era como una segunda madre para sus alumnas, las conocía bien y sabía que se trataba de jovencitas normales, para nada dadas a exaltaciones de misticismo. Su hablar franco y llano la convenció de que no se inventaban la aparición que decían haber visto. Entonces les propuso rezar una estación al Santísimo Sacramento, lo que hicieron en medio de una mezcla de sollozos y de risas producto de la impresión que habían recibido. Acabada la devoción regresaron a sus respectivas casas.

Las cuatro fueron reñidas por llegar tarde, ya anochecido. Cada una contó a los suyos lo que les había acontecido. La madre de Conchita, después de mucho replicar con su hija acabó inclinándose a creerle después de haberse mostrado escéptica. Maricruz fue reñida por su madre al enterarse por una vecina de lo que se andaba diciendo por el pueblo por cuenta de su hija y sus amigas. Temía que hiciera el ridículo “con los ángeles y las cosas de la Iglesia”. A Mariloli tampoco le creyó su madre, que la envió como de costumbre a dormir a casa de su abuela para hacerle compañía. La anciana notó que, al rezar las oraciones de la noche, su nieta temblaba y le preguntó qué le pasaba. Después de escucharla hablarle de la aparición del Ángel, sin darle todavía crédito, la tranquilizó y rezó con ella el ofrecimiento del escapulario del Carmen antes de acostarse. En cuanto a Jacinta, ni su madre ni su hermano mayor le creyeron, pero su padre dijo que conocía bien a su hija y que la sabía incapaz de inventarse algo como lo que les contó. Así terminó el 18 de junio de hace cincuenta años.

Esta primera manifestación del que después se sabría que era el arcángel san Miguel, fue el preludio de un auténtico torrente de apariciones (más de dos mil entre 1961 y 1965). Las de la Santísima Virgen, bajo la advocación del Carmen, empezaron con la del 2 de julio del mismo año de 1961 en los Pinos. Conchita la describe así: “La Virgen viene con un vestido blanco, con flores blancas, manto azul, corona de estrellucas doradas, no se le ven los pies; las manos estiradas con el escapulario en la derecha; el escapulario es marrón; el pelo largo –casi hasta la cintura– cayéndole por los hombros y la espalda; color castaño obscuro, ondulado; la nariz alargada, fina; la boca muy bonita, con los labios un poquito grueso, el color de la cara es trigueño, más claro que el del ángel, diferente a la vez, muy bonita; una voz muy rara –extraordinaria– no sé cómo explicarlo –dulcísima– no hay mujer que se parezca a la Virgen, ni en la voz ni en nada –los ojos negros–. Estatura mediana un poco alta, cuerpo muy proporcionado”. Algunos quisieron ver una muestra de que las apariciones eran cosa de las niñas en el hecho de que se les apareciera la Virgen del Carmen vestida con manto azul y no de marrón, pero resulta que, al aparecérsele a san Simón Stock en el siglo XIII, la Madre de Dios se le mostró vestida tal como dice Conchita. El hábito marrón de Nuestra Señora del Carmelo es posterior.

En Garabandal, acompañando las apariciones, se dieron multitud de fenómenos que llamaríamos paranormales: impasibilidad de las videntes en éxtasis; insensibilidad de los ojos a los fogonazos de las cámaras fotográficas; marchas vertiginosas hacia adelante y en retroceso, sin fijarse en el trayecto y sin el mínimo tropiezo; caídas repentinas sobre las piedras hasta el punto de crujir las rodillas sin hacerse roce alguno; levitaciones; caídas de espaldas, escaleras abajo, sin sufrir daño ni faltar a la modestia en los vestidos; perfecta sincronización de los arrobamientos aun hallándose separadas y lejos unas de otras; hierognosis, es decir el reconocimiento de personas y objetos sagrados ocultos (como por ejemplo, el caso de algún sacerdote vestido de paisano para despistar –en una época en la que todos los ministros de la religión llevaban el hábito clerical– o el de una pitillera que después se supo que había servido para transportar a escondidas la santa comunión durante la Guerra Civil); percepción de pensamientos ajenos, de sucesos pasados o a distancia y futuros (que después se verificaron); luminosidad y aromatización de objetos presuntamente besados por la Virgen; curaciones inexplicables; la comunión visible de Conchita de manos del Ángel…

Las apariciones quedaron enmarcadas por dos mensajes al mundo dados al principio y al final de ellas respectivamente. El primero es del 18 de octubre de 1961:

“Hay que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia. Tenemos que visitar al Santísimo con frecuencia. Pero antes tenemos que ser muy buenos. Si no lo hacemos nos vendrá un castigo. Ya se está llenando la copa, y si no cambiamos, nos vendrá un castigo muy grande”.

El segundo fue dado el 19 de junio de 1965 por intermedio del arcángel san Miguel. Conchita lo transmitió así por escrito:

“El mensaje que la Santísima Virgen ha dado al mundo por la intercesión de San Miguel. El Ángel ha dicho: Como no se ha cumplido y no se ha dado mucho a conocer mi mensaje del 18 de Octubre, os diré que este es el último. Antes la copa se estaba llenando, ahora está rebosando. Los Sacerdotes, Obispos y Cardenales van muchos por el camino de la perdición y con ellos llevan a muchas más almas. La Eucaristía cada vez se le da menos importancia. Debéis evitar la ira del Buen Dios sobre vosotros con vuestros esfuerzos. Si le pedís perdón con alma sincera El os perdonará. Yo, vuestra Madre, por intercesión del Ángel San Miguel, os quiero decir que os enmendéis. Ya estáis en los últimos avisos. Os quiero mucho y no quiero vuestra condenación. Pedidnos sinceramente y nosotros os lo daremos. Debéis sacrificaros mas, pensad en la Pasión de Jesús”.

Es muy significativo que el segundo mensaje, en 1965, dé en el clavo del núcleo de la crisis por la que la Iglesia Católica empezará a atravesar de ahí a poco, coincidiendo con la hermenéutica de ruptura en la aplicación del concilio ecuménico Vaticano II: la Eucaristía. La Eucaristía como sacrificio y como sacramento. Los inauditos abusos litúrgicos de los que era objeto la Misa eran los cambios más directamente percibidos por los fieles y la manifestación más visible de esa crisis fue precisamente la deserción de una gran proporción de católicos de la observancia dominical. La desacralización y “desmitificación” de la Eucaristía llevaron a una vacilación peligrosa de la fe en la Presencia Real, con el consiguiente descenso a mínimos del culto al Santísimo Sacramento. Y la menor importancia dada a la Eucaristía –como denunció Garabandal– llevó también a una pérdida de identidad de los sacerdotes, que ya no se consideraban como sacrificadores y santificadores, sino como animadores de asambleas y asistentes sociales. Bien decía Lutero que para destruir a la Iglesia Católica había que destruir la Misa, pues toda la estructura de aquélla se apoya sobre la Eucaristía, considerada como sacrificio propiciatorio y como el “magnum sacramentum”.

En el curso de sus diálogos con las niñas de Garabandal, la Virgen anunció tres hechos: un aviso, un milagro y un castigo. El aviso será como una advertencia y un llamado a la penitencia. El milagro, “mayor que el de Fátima”, se producirá para que la gente crea y se enmiende. El castigo sobrevendrá si el mundo no cambia sus derroteros de pecado. Este castigo parece una profecía condicional, pero tiene todos los visos de que acontecerá efectivamente dado que los hombres se hallan en tal estado de descreimiento que, como se dice la parábola del rico Epulón en el Evangelio: “ni aun cuando resucitare un muerto se convencerían”. El cumplimiento de al menos dos de estos tres anuncios debería ser la piedra de toque definitiva de las apariciones de Garabandal, la última de las cuales tuvo lugar el 13 de noviembre de 1965. Queda decir que cuanto hemos consignado en las líneas precedentes lo está bajo reserva del ulterior juicio de la Iglesia.